|
Como decía
el poeta español Felipe Bosso: “Llamemos a las cosas
por su nombre: COSAS!”. El arte no tiene un discurso autónomo,
no es una entelequia flotando en los anillos de Saturno. Por más
que el sistema quiera cegar o cubrir con un manto de silencio o
tergiversaciones los sentidos que despierta, el arte nunca podrán
dejar de significar o aludir a la realidad, aunque simbólicamente.
Podrán estar un poco más acá o más allá,
pero nunca afuera.
Las nuevas formas de expresión, incluyendo al arte de la
acción o performance, aunque no ovacionadas, no difieren
en nada de las artes clásicas. Con ligeras variantes, tanto
un libro como una opera o una performance, conservan el esquema
comunicacional clásico: emisor – mensaje – receptor.
Aunque la naturaleza de los mensajes varíen frenéticamente
al son de los adelantos tecnológicos en el campo de la comunicación,
los emisores y receptores somos siempre los mismos, es decir, nosotros
(podrían ser animales y/o máquinas, pero es otro tema).
Pese a que, en algunas circunstancias o corrientes artísticas
definidas, los papeles se confundan. El abanico abierto que va desde
la expectación pasiva de algunas formas del cine o el teatro,
p.e., a la participación desenfrenada del happening, p.e.
Lo curioso del arte de la acción es que, en general, el emisor
(o artista) se confunde con el mensaje ya que se incorpora al sentido
en tanto instrumento expresivo, es forma y contenido a la vez. Es
decir, la obra se hace visible y desempaña retinas gracias
al cuerpo del artista que con sus acciones va “escribiendo”
(o “pintando”, como se quiera decir) su discurso artístico.
La confusión la trajo Jackson Pollock con su Action Painting,
¿cuál era la obra: sus contorsiones alrededor de la
tela en tanto iba derramando el óleo o los cuadros finalmente
colgados en la pared?. La crítica consolidada diría
que los cuadros, por supuesto...sin embargo, de su danza con pomos
nació el Gutai japonés de mediados de los 50s., una
de las piedras angulares del arte de la acción de hoy día.
Otro poco de confusión nos la aportó Ives Klein con
las “Antropometrías” de 1960: cuál fue
la obra, los movimientos que instó realizar a sus modelos
al son de la música y los aplausos del público o las
telas manchadas con el azul de las pinceladas de sus cuerpos desnudos?
¿En dónde deberíamos buscar el sentido, en
la acción o en sus consecuencias? La confusión no
es menor ni ocultable. Nada menos que la inestable relación
entre el designata y el designatum (el “Ceci n´est pas
une pipe” de René Magritte). En estos vericuetos se
perdió más de un joven artista teórico intentando
crear y verbalizar un lenguaje de la acción (la Poesía
Inobjetal de comienzos de los 70s.) a la manera de los habituales
y claros lenguajes con los que nos comunicamos. ¿La acción
como significante y, las consecuencias de la acción, el significado?
O bien, la acción en semiosis permanente generando, en cada
unidad temporal o espacio del “texto de la acción”,
nuevas significaciones impensadas?
Sin embargo, es así cómo esas extrañas acciones
o movimientos aparentemente indescifrables que realizan los accionistas
o performers funcionan como mediadoras entre el mundo y el hombre,
generando polisemias múltiples, es decir, infinidad de opciones
significativas, llevados a cabo a través de procesos retóricos
en nada diferentes a los habituales en las demás artes: metáforas,
metonimias, sinécdoques, oximorones, etc., ante los cuales,
al espectador, sólo le cabe interpretar algún significado
posible, de acuerdo a su nivel de conocimientos y experiencia personal
o, en otros casos, participar, más o menos activamente, en
la confección del sentido.
La suma de lenguajes confluyendo en una sola obra se hizo realidad
con la aparición de la performance (la multimedia fue posterior).
Pero no a la manera de una opera musical, en donde cada arte conserva
su contenido, es decir, en donde la música, la danza o el
vestuario o el decorado pueden ser separados sin pérdida
de información como en el poema ilustrado, en donde el texto
verbal no se ve alterado por lo visual. En la performance confluyen,
no sólo los signos de los diferentes lenguajes con toda su
carga expresiva, sea del tipo que sea, sino también, toda
una gama de elementos técnicos propios de los diferentes
soportes que aquellos signos suelen conjurar, tales como sonidos,
luz, oscuridad, movimientos, fuego, agua, papel, ruidos, etc., y
otros no tan discernibles como el lugar, el clima, la temperatura
ambiente, la hora del día, la edad promedio o las aspiraciones
del público, etc., puestos allí para conformar esa
totalidad de expresión artística, la performance.
El deslumbrante surgimiento de nuevas zonas de estudio, ocurrido
como consecuencia del retroceso del caos y avances del conocimiento,
ha sido fundamental para establecer estos puntos de vista. Sobre
todo: el descubrimiento de unidades supra-estructurales que engloban
a todos los lenguajes (semiótica): las mismas leyes, procesos,
estructuras, la misma funcionalidad de los signos, los soportes,
el ruido, etc. Tan sutiles como el polvo en el aire son los matices
formales que marcan diferencias entre los diversos lenguajes. Toda
conformación sígnica es un “texto” así
haya sido pintado, escrito, danzado, cantado, accionado, etc. El
siguiente paso fue descubrir la necesidad de la actividad experimental
a nivel de los lenguajes para examinar sus posibilidades expresivas
y su grado de competencia a la hora de conceptuar artísticamente
la experiencia humana o lo desconocido a nivel de conocimiento.
El arte de la acción no ha quedado al margen de estas condicionantes.
No se pueden separar las áreas de la actividad humana en
estancos separados, son inequívocamente inter-influyentes.
El arte de la acción ha venido, como toda nueva formación
artística, a cuestionar “lo ya sabido en arte”
y a promover nuevas perspectivas de expresión a nivel simbólico.
Difícil será la tarea de desentrañar esta suma
de ideas y conceptos en ordenadas estanterías de palabras,
en caminos seguros. Apenas si estamos seguros de que el cuerpo es
el instrumento expresivo por antonomasia, el pincel, el lápiz.
También sabemos que el arte de la acción es un arte
de expresión escénica, es decir, un arte formalmente
similar al teatro u otras artes escénicas como la danza,
la opera, etc., en las cuales la conjunción de lo espacial
y lo temporal es decisiva. La única diferencia entre ambas
es que en el teatro el artista (o actor) “representa”
a un personaje y, en cambio, en la performance el artista se “presenta”.
Menuda diferencia. El accionista es el instrumento de su propio
arte (aunque en puridad lo es en todas las artes, en última
instancia), sólo que, en este caso, no se puede separar de
la obra. La documentación, ya sea escrita, fotográfica
o videística, etc., no hace otra cosa que confirmarlo. En
tanto el público permanezca en su rol de espectador, la performance
continuará siendo una expresión artística;
si interactúa con el artista, el evento pudiera transformarse
en un ritual en donde existe todo un abanico de opciones que van
desde la actitud pasiva (como en el teatro) hasta la máxima
participación, como sucede en las ceremonias religiosas o
en los bailes populares.
Hoy día, aunque a regañadientes, la performance es
un arte establecido y aceptado por el sistema de las artes aunque
su índole fronteriza y desacralizadora aún despierta
desconfianzas y recelos en muchos: se trata, nada menos, que de
una expresión artística directa, no intermediada por
ningún otro instrumento que no fuere el propio artista (su
propio cuerpo), que da cuenta de la realidad. Así, el arte
vuelve a sus carrilles y deja de ser un objeto con “valor
de cambio” para volver a ser un objeto (o concepto) con “valor
de uso”, un reflejo de la conciencia social e instrumento
de conocimiento e intercambio de ideas. Incluso (quisiera firmarlo)
instrumento de cambio. Parodiando a Marcel Duchamp podemos decir
que la performance proviene de la vida y no del arte porque ha sabido
amalgamar el sentir popular llamando la atención sobre las
arbitrariedades del poder, hablándonos de la solidaridad
y la cohesión social en torno a ideales compartidos y, también,
a esquecidos sentidos de la vida postergados por la creciente indiferencia
que impulsa el neoliberalismo rampante.
La fuerza de la performance se dispone, sobre todo, en la novedad
de sus medios e instrumentación, en su lenguaje disruptivo
que cuestiona al resto de los lenguajes artísticos interpelándolos
y en su inviabilidad, en su imposible querer y no poder, en su índole
utópica, el choque permanente entre el deseo y la realidad
enfrentados al agotamiento de los predicados políticos e
institucionales, el discurso adormecedor de los media.
|
|
|